Existen personas con intereses y deseos completamente diferentes a los que según la sociedad corresponde al comportamiento normal para la edad que se tiene. Una generalidad más, en la que también se ha llegado a relacionar de manera errada la madurez de alguien con su fecha de nacimiento.
En la vida, he llegado a conocer hombres y mujeres de treinta años, que todavía viven de forma dependiente bajo la sombra de sus padres, seres que se creen incapaces de desenvolverse solos en el mundo, carentes de metas, sin prioridades, que no saben ahorrar, planchar una camisa, cocinar, llenar una consignación bancaria, entre otras cosas; individuos de relaciones informales, a los que aún no se les pasa por la cabeza iniciar una vida independiente solos o en compañía de una pareja.
Así como este, existen otros ejemplos que se suman a la idea de que la madurez no la define los años que una persona tenga, sino la manera en la que los haya vivido y aprovechado, sacando experiencias y enseñanzas de estos. Puede que tengas veinte y hayas experimentado infinidad de cosas, pero también puede que tengas cuarenta y simplemente hayas dejado pasar la vida frente a tus ojos, sin haber hecho parte activa de esta.
Me considero dentro de ese grupo precoz de los que se dice “maduraron antes de tiempo” o “se maduraron biches”, ya que desde mi adolescencia, siempre había deseado cosas diferentes a las que querían mis amigos. No veía la hora de encontrar mi vocación, es decir, aquello que me apasionara tanto que estuviese dispuesto a hacerlo, independiente de que me pagaran; deseaba incluir en mi vida cualquier conocimiento extra, pensando en que el mundo da muchas vueltas y nunca se sabe cuándo puedas necesitar un saber específico para conseguir algo o dar solución a un problema; soñaba con tener responsabilidades, pagar cuentas, arriendo, tener mi propio espacio, comprar un vehículo, conseguir una mascota, formar un hogar y encontrar a la persona con la que pudiese pasar el resto de mi vida. Mejor dicho… el combo completo.
Sueños alcanzados
Llegó un momento en el que creí haber conseguido todo lo que deseaba, en un abrir y cerrar de ojos las cosas se habían dado rápidamente y ya había terminado con éxito mis estudios profesionales en Comunicación Social y Periodismo, una parte de estos realizados en una Universidad fuera del país. Durante la carrera, trabajé en diferentes lugares para pagar mi formación y tener algo de dinero para mis gastos personales; me independicé, ejercí mi profesión en importantes organizaciones sociales y en medios de comunicación, junté algo de dinero, conocí a una persona maravillosa con la que formé un hogar, pagué cuentas, tuve algunas deudas, compré un apartamento, el vehículo que tanto había querido, entre otras cosas. Todo se veía maravilloso, me sentía satisfecho en varios aspectos de mi vida, pero, no completamente realizado.
Decisiones y cambios
Llevaba una vida afortunada, pero me encontré en un momento en el que no solo las prioridades de mi pareja dejaron de coincidir con las mías, sino que también me cansé de la monotonía, de algunos aspectos del sistema, de la vida capitalista, del tipo de trabajo que tenía. En definitiva, necesitaba más aventura, acción, cambio, hacer algo que impactara socialmente, aprender más, conocer otras culturas y estilos de vida.
Fue así como renuncié a la estabilidad que creía tener, vendí la mayoría de mis cosas, dejé mi trabajo, familia, amigos, país y decidí irme de voluntario a un Kibutz en Israel, con la idea de incluir nuevas experiencias en mi bitácora de vida. No quería continuar formando parte de ese grupo de personas que “pierden la salud para ganar dinero y luego pierden el dinero para recuperar la salud”, aquellos que por pensar solo en el futuro dejan de vivir el presente, en pocas palabras, “viven como si nunca fuesen a morir y mueren como si nunca hubiesen vivido”.
Siempre he creído que no hay decisión fácil y que cualquier elección que verdaderamente valga la pena comprende un sacrificio o dificultad, pero en la mayoría de los casos es acertado arriesgarse al cambio y aventurarse a lo nuevo, a lo que existe más allá de las cuatro paredes que vemos todos los días, al escritorio en el que pasamos sentado ocho horas al día, a la misma ciudad, las mismas personas, lugares, actividades, olores, sabores y sonidos.
Es así cómo me plantee nuevos sueños y metas, ya que conseguir lo que se quiere no debe ser el fin de la vida ni la resignación a la monotonía.
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